“The Absent Voice”
Narrative Comprehension in the theatre
(Trad.: Paula Karelic)
Quizás el “principal descubrimiento” del teatro contemporáneo sea la autosuficiencia escénica del propio acto teatral. Los dramaturgos de nuestro siglo han mostrado un agudo conocimiento de su medio artístico, explorando con un interés sin precedente sus posibilidades y limitaciones. Han privilegiado la representación como centro del arte dramático, concediendo al ámbito físico de la acción escénica su peso y movimiento, y dando una justificación teórica a aquello que, a lo largo de la historia del teatro, fue sólo una práctica implícita. Han explorado mediante estrategias de “disrupción cognitiva”, las ambiguas fronteras entre el espacio dramático y el espacio representacional, entre el dominio de la ficción y el más fundamental dominio escénico, y así, han hecho evidente la compleja relación que existe entre narratividad y representación. A pesar de sus diferencias de estilo e ideología, las diversas corrientes dramatúrgicas contemporáneas revelan una estrategia similar: subvertir los modelos de temporalidad (tal como se encuentran en todas las estructuras ordenadas), desenterrando y explorando aquellas zonas teatrales que laten en los márgenes de la narratividad.
De todas las exploraciones realizadas, en la dramaturgia contemporánea, sobre el binomio teatralidad/narratividad, ninguna tan radical como la de Samuel Beckett. En tanto que dramaturgo, Beckett efectúa una revelación sin precedentes del “momento” teatral, concediéndole una sustancia y un lugar en el marco de la acción escénica nunca alcanzado desde los cánones dramáticos habituales, y poniendo en primer plano, mediante rigurosas estrategias formales, las oscilaciones entre la narratividad y la representación. Sus tres obras extensas -Esperando a Godot (1953), Final de partida (1957), y Los días felices (1961)- muestran las innovaciones de su técnica dramática. Atacando desde sus raíces la tradicional naturaleza de la representación como estructura narrativa, Beckett elabora una dramaturgia basada en la reducción y la discontinuidad, que realza la presencia de lo inerte. En un escenario que es un ámbito de tedio y estatismo, y con una acción futura tan remota como la llegada de un Godot que nunca llegará, la trama se estanca en el presente y la acción se evapora en actividades que sólo expresan la necesidad de llenar el vacío temporal y espacial. Godot empieza con las palabras “Nada que hacer”, porqué el tradicional mundo dramático de proyectos y acciones plenas se ha reducido a un camino en el campo, un refugio, un montículo, donde los personajes aparecen disociados de su facultad de obrar, librados a la más descarnada de las rutinas. Winnie, enterrada primero hasta la cintura y luego hasta el cuello, es el más constreñido de estos primeros personajes beckettianos, pero su inmovilidad física refleja una imposibilidad de movimiento que los atenaza a todos, incluso a los más móviles. “El tiempo se ha detenido” y la acción se repite como el molde reiterativo de la canción de Vladimir (“un perro fue a la despensa/ y cogió una salchicha”), sólo modificada por el progresivo deterioro. Cuando ocurren acontecimientos, son rápidamente olvidados por los mismos personajes que los han padecido, especialmente en las ambiguas fracturas entre una y otra acción. Y si acaso se menciona el pasado, como cuando Vladimir recuerda los campos de Macan o Winnie sus antiguos “días felices”, éste parece extrañamente incongruente con la actual rigidez, y su viva intensidad suena como un mero eco verbal que envuelve el “momento” escénico con las lagunas de una incierta temporalidad. Palabras como “todavía”, “una vez”, “antes” y “fue”, resuenan a lo largo de estas obras como residuos de un pasado que (quizás) existió alguna vez; sólo que ha empeorado y el ámbito que rige la escena es el de un presente despojado de los procesos y avatares mediante los cuales se construye una trama. “Sí -observa Winnie- parece que ha ocurrido algo, algo parece haber ocurrido, pero no ha ocurrido nada, nada de nada”.
Este amortiguamiento de la trama, contribuye no sólo a enfatizar un presente dramático riguroso en su estatismo, sino también el propio ámbito de la representación. La relativa ausencia de elementos narrativos hace que los mundos escénicos minimalistas de Beckett sean más contundentes en presencia, proyectándolos hacia la atención del público en su total desnudez. Los peculiares objetos escénicos – zanahoria, nabo, pañuelo, perro de juguete con tres patas, cepillo de dientes, sombrilla, revólver… – crecen hasta llenar el espacio vacío que los rodea, gracias a esa inerte inmediatez que focaliza los sentidos del espectador, así como los de los personajes. Por añadidura, la ausencia de una trama estructurada orienta la atención hacia la actividad física: quitarse una bota, caerse, conducir una silla de ruedas alrededor del perímetro de un cuarto, mirar a través de una lupa, torcer el cuello para mirar tras un montículo, etc. Imitando los gags visuales de la revista y la pantomima, así como las posturas y estereotipos histriónicos más clásicos, los personajes de esas tres obras comparten un lenguaje gestual sin precedentes y se dirigen frecuentemente al público, no tanto por medio de las palabras, como de las posiciones y movimientos que están forzados a arrostrar, convirtiendo sus pautas de payaso y sus gestos congelados en imágenes físicas.
De este modo, el arte dramático de Beckett orienta la recepción fuera del ámbito de la ficción narrativa y la conduce hacia la propia puesta en escena. Incluso el lenguaje, que normalmente trasciende el presente teatral para establecer una dimensión narrativa, queda sometido a los movimientos y objetos de la representación. Desnudado hasta sus límites sintácticos, el propio lenguaje se convierte en acción, en cháchara vacía, ocasión de meros intercambios retóricos. Cuando Lucky descarga su flujo de palabras (“…quaquaquaqua…,” ), cuando Estragón vocifera “¡Crritic!” y Winnie lucha a lo largo del primer acto para leer y pronunciar “genuina y pura cerda de puerco”, las palabras se convierten en sonido: los gruñidos, gimoteos y carraspeos a que pueden reducirse los fonemas del lenguaje. El escenario de Beckett es severamente denotativo; visión y sonido destruyen cualquier esfuerzo por rehuirlos y todo se colapsa, magnéticamente, en las pausas y silencios que yacen en el corazón de su teatro. En estos silencios la narrativa se convierte, directa e ineludiblemente, en presencia escénica, una presencia que enmarca y aísla gestos significativos.
En suma, Beckett es un dramaturgo radical, interesado en los fundamentos o “raíces” del propio arte teatral. La subversión de la narrativa convencional, gracias a la cual se consigue la prioridad de la representación, se agudiza en las piezas cortas de Beckett, los “fragmentos y retazos” que han ocupado su interés dramático, desde La última cinta (1958) y pasando por Comedia (1963), Vaivén (1966), hasta las intensas obras de los setenta y tempranos ochenta. Focalizadas y enriquecidas por el trabajo paralelo de Beckett en la radio, el cine y la televisión, estas obras revelan – en su destilación radical – un profundo conocimiento del medio teatral y del poder no narrativo que éste puede ejercer en el público. Y así, las obras escritas después de Los días felices representan la culminación de esos momentos aislados de presencia, de esos pulsos rítmicos, de esas brechas de soledad y fracaso que, en la obra de otros dramaturgos, apenas murmuran, y que Beckett eleva al primer plano de la representación.
En consonancia con el minimalismo artístico de Beckett y su dogma teatral (“lo menos es más”), estas obras representan condensaciones adicionales de elementos dramáticos y un despojamiento más despiadado de aquello que en teatro es inesencial. Toda pretensión de trama convencional es abandonada, ya que el escenario está hecho para exhibir las más simples actividades, ejecutadas por los más reducidos personajes: tres cabezas hablando desde unos jarrones; una cara iluminada que escucha, abriendo y cerrando los ojos, sonriendo con una mueca desdentada; una mujer meciéndose; dos hombres sentados a una mesa, uno leyendo, el otro escuchando. Enmarcado en el silencio, el movimiento en estas obras pierde su estricta conexión con el desarrollo ficcional y funciona cada vez más, como un componente del conjunto de imágenes escénicas, tanto cinestésicas como visuales. Las detalladas didascálicas de Beckett y su creciente práctica de director, reflejan la extrema precisión de sus requerimientos representacionales, ya que fija la posición, altura, profundidad, relación angular, sonido, movimiento y luces con una exactitud matemática que, más que bloquear, se convierte en coreografía. Las escasas didascálicas en Esperando a Godot (“Un camino en el campo. Un árbol. Anochecer”.) se han convertido en precisas especificaciones de luz y voz en Comedia, en instrucciones sobre vestuario, movimiento y luz en Nana (1981) y en los diagramas escénicos de Vaivén y Qué dónde (1983). La posición e intensidad de los proyectores, el volumen de la música, la medida del silencio -elementos tradicionalmente secundarios-, están ahora determinados y realzados hasta el punto de convertirse en agentes de la acción teatral, constituyendo un texto representacional que rivaliza con el convencional texto lingüístico. Este interés por la quintaesencia y por la plasticidad de la puesta en escena sitúa a Beckett en una tradición teatral frecuentemente eclipsada por los movimientos del drama contemporáneo : una tradición que se extiende desde el drama en verso de W.B. Yeats hasta las obras de Maeterlinck y los simbolistas, que otorga primacía a la imagen teatral en su complejidad multisensorial y a los efectos y resonancias poéticas, más allá de lo conceptual. Con atrevida innovación, Beckett sobrepasa a los dramaturgos de esta tradición, al reducir la acción a mera actividad, la narrativa a gesto, abandonando aparentemente una poética de la narratividad por una destilada poética del espacio. Pero, a pesar de su realce de lo teatral, las últimas obras de Beckett no pueden considerarse puras representaciones poéticas o formas tradicionalmente no dramáticas, como la danza, sino que se sitúan con toda equidad dentro de la tradición narrativa.
Esto ocurre (en parte) gracias a la peculiar actividad narrativa de los personajes, actividad que proporciona una sorprendente cantidad de material anecdótico para contrarrestar la reducida narratividad del presente. En esto también, los “dramatículos” de Beckett representan desarrollos de las obras tempranas; Vladimir, Estragón, Hamm y Winnie no sólo recurren continuamente al “pasado” de la memoria, sino que complementan las imágenes legadas por ese pasado con una consciente ficcionalización del presente. La historia de Hamm sobre el hombre reptante (relatado con un apropiado “tono narrativo”) y el cuento de Winnie sobre Milly, representan acciones centrales de Final de partida y Los días felices, y sugieren la importancia que tiene la actividad narrativa para los personajes de Beckett, sirviendo lo mismo como refugio ficcional frente a la desolación del presente, que como realidad sustitutiva para dar a las ansiedades de ese presente una vía indirecta. “No, no se puede hacer nada”, afirma rotundamente Winnie, y sus palabras son destacadas por las pausas, pero su suerte a lo largo de los dos actos sugiere lo contrario: ella puede contrarrestar la penuria del presente con la narratividad y llenar los silencios de la existencia con el sonido de las palabras. En un momento más optimista, Winnie se consuela con el recurso que comparten todos los personajes beckettianos: “Está mi historia, desde luego, cuando falla todo lo demás”. Su historia es parte de la función protectora de esa actividad narrativa que vemos en todas las obras de Beckett; en las palabras de Esa vez (1976): “sólo una de esas cosas que ibas inventando para impedir el vacío, sólo otra de esas viejas historias para impedir que el vacío derrame en ti la mortaja “. Debido a que Beckett restringe cada vez más la acción dramática en sus obras, y renuncia a los últimos vestigios de la trama, en escena aumentan las voces narradoras de sucesos relatados que existen en ese semi-espacio entre memoria y ficción. Haciendo eco a las representaciones narrativas de las primeras obras, los personajes del drama beckettiano posterior presentan a menudo sus propios monólogos, impulsando la obra a través de un compulsivo acto de habla, tan mecánico en su presentación como el balbuceo lingüístico del discurso de Lucky: los fragmentos perpetuamente recurrentes pronunciados por los personajes metidos en urnas de Comedia y unidos por el despiadado haz de los proyectores; el soliloquio entretejido con incidentes recurrentes en Fragmento de monólogo (1979); o la “triste historia contada por última vez” por el Lector en Impromptu de Ohio (1981). Pero con igual frecuencia en estas obras, el escenario produce sus propias voces, y estas reciben una existencia “objetizada” merced a las figuras que escuchan en escena. En La última cinta, Krapp escucha los recuerdos grabados de sus yo anteriores, haciendo posible la superposición de voces y temas en un contexto ampliamente naturalista; sin embargo, en el montaje de Esa vez, las voces de un yo anterior resuenan en el Oyente (y en ese otro oyente, el público) desde la oscuridad que los envuelve a ambos. Liberadas de constreñimientos residuales del naturalismo, y estimuladas (sin duda) por el trabajo paralelo de Beckett con el desmembrado discurso radiofónico, sus últimas obras llevan directamente a escena las voces que en Esperando a Godot existen sólo descriptivamente:
VLADIMIR: ¿Qué dicen?
ESTRAGÓN: Hablan de sus vidas.
VLADIMIR: No les basta haber vivido.
ESTRAGÓN: Necesitan hablar de ello.
VLADIMIR: No les basta con estar muertas
ESTRAGÓN: No es suficiente.
Las paradojas del arte de Beckett se intensifican en sus últimos trabajos, porqué cuánto más inerte es el momento de la representación, más insistente es la compulsión a contrarrestarlo mediante un flujo de ficción fracturada. En otras palabras, al realzar Beckett la escena y liberarse de la voz narrativa, el escenario resuena cada vez más con sus propias voces. El teatro no ha conocido otro dramaturgo más fascinado por su materialidad inerte, y sin embargo, ninguno más atraído por sus oportunidades vocales. El resultado, cristalizado en sus piezas cortas, es una profunda articulación de narrativa y presencia, donde cada una se vuelve luminosa con la reflexión de la otra, y donde los límites entre comprensión y experiencia directa se revelan con una riqueza sin precedentes. Entrar en los mundos escénicos peculiares de Beckett, es sondear las profundidades de la actividad narrativa, tanto por parte del personaje dramático como el público teatral, y habitar aquellos márgenes teatrales donde los límites de lo cognitivo lindan con lo desconocido.